CAPITULO 7
Las dos caras de la iglesia apostólica romana: la blanca, la renovadora, la que sonríe fe incondicional , el rostro que se encarga de los humildes, los ojos que miraban con ternura a los desamparados , las manos que curan inexplicablemente lo racional para la ciencia , el corazón que siente como Cristo durante su corta existencia. Todo se conjuga en una cara. La otra cara, la negra: la maquinaria más perversa jamás soñada por Dios, el rostro que ambiciona riquezas, vidas lujosas, viajes misteriosos y poder; el poder de subir un escalón más alto en el Vaticano. Los ojos lujuriosos que deseaban el contacto con hombres y mujeres, la avidez de tocar un niño que fue dejado por sus padres con la absoluta confianza. Los señores feudales, amos y terratenientes, que arrojaban desperdicios de comida putrefacta a los pueblos hambrientos. El ser pobre era la cruz de la Iglesia en la Edad Media. Siendo pobre se conseguía la salvación. Las manos asesinas de la Santa Inquisición, manos que aplicaron las más descabelladas y aberrantes torturas contra aquellos hombres y mujeres que no pensaban igual a la iglesia, herejes de una ideología, creación de instrumentos que siglos después fueron utilizados por el ejército nazi para eliminar a millones de judíos. La iglesia castigaba la blasfemia: no estar de acuerdo con Dios, la virgen y los santos tenía una resolución, la pena de muerte, acompañada previamente por mutilaciones de lenguas, azotes, prisión, destierro, galeras, quita de bienes, etc. Se castigaba la bigamia, el divorcio en nuestros tiempos modernos. Los herejes, recibían cien azotes y todo tipo de humillaciones morales, luego eran enviados a las galeras. Se castigaba las supersticiones: la brujería, adivinación, los pecados “nefandos”, la falsa celebración, matrimonios de los religiosos, delitos contra el Santo Oficio, etc. Todos estos costumbrismos se dilapidaban con la tortura en toda su dimensión. La cuerda: se sujetaba al pecador en una mesa y luego de dar vueltas una soga en manos y piernas, se producía un estiramiento, produciendo dolores abyectos. Arrojar agua sobre la victima y que la misma no pudiera respirar. El garrote que se cansaba de moler al detenido. Y por último el peor de todos, la quema en la hoguera ante todo el público que bramaba como en un teatro. La iglesia era y fue dama de compañía de golpes militares, los avalaba sin remordimiento. Madres desesperadas buscando a sus hijos desaparecidos y respuestas soberbias e indiferentes. Montoneros, guerrilleros, militares. ¿Acaso no somos todos hijos de Dios? Pero la iglesia practicaba la adopción de ciertos hijos. Dentro de tanta miseria estaban los curas tercer mundistas, los misioneros jesuitas en épocas de masacre colonizadora. Y yo ¿en que parte del rostro me encontraba? Por momentos me sentía hijo de los dos rostros. El acostarme con la secretaria del obispo, no me provocaba ningún remordimiento, cada día lo disfrutaba más. Si bien estoy en contra de la castidad, soy responsable de un juramento. Les inculco a los niños la virginidad, que las relaciones sexuales solo son por amor, ¿qué era lo mío entonces? Mi vida social no es la de un carpintero. Dentro del seminario, disfruto de los mejores lujos. Y ahí estaba yo, quejándome que los políticos solo piensan en ellos y sus figuras decorativas solo buscan votos a cambio de un poder eterno, ¿cuán distinto soy? No le robo un centavo a nadie, pero es suficiente confesar a un pobre diablo. Quién soy para absolver a un desdichado que se arrepiente de sus pecados.
Dos cosas sucedieron en el último tiempo. Una tal vez frugal, la otra diría embarazosa. La primera fue leer “El pozo y el péndulo” de Edgar Alan Poe. La descripción aterradora del hombre en la oscuridad, esperando la muerte por la Inquisición. La otra el convencimiento del obispo a que dejara todo para seguir mi carrera en Roma.
-¿Y los pobres, pregunté?
– Otros lo harán por vos, no te podés perder esta oportunidad, es una beca por tus excelentes promedios…
¿Y los pobres? Me negué, no quise. Quería ser sacerdote para ayudarlos. En mis imperfecciones, errores y mentiras era lo que siempre me había interesado. El problema de la pobreza y la exclusión. Esa era mi otra cara. La de entrar a una villa de emergencia y ser uno de ellos. Golpear las puertas de ricos, empresarios, y políticos para que a los niños no les faltara alimento. Y el obispo mi guía, la persona en que más confía, me separaba del camino. ¿Qué me queda? Mi no castidad, mi vida burguesa. Fue el enojo del obispo que desestabilizó mi idea de ser un apóstol de Cristo. No podía entender que justo él me cuestionara mi determinación. ¿Y toda la teoría en el seminario? Solo era teoría, sí solo palabras para llenar un estupido examen.
Con todo esto sigo marchando. Con mis dudas y debilidades, sabiendo que no soy el peor del mundo, sin justificar mí accionar. Me falta la última prueba para ser ordenado. Ahora estoy en el cotolengo con los enjaulados.
¿Pero lo hago para lavar mis culpas o porque siento ayudar a esos pobres locos? Las dos caras habitan en mi cuerpo.