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Archive for octubre 2010

CAPITULO 7

Las dos caras de la iglesia apostólica romana: la blanca, la renovadora, la que sonríe fe incondicional , el rostro que se encarga de los humildes, los ojos que miraban con ternura a los desamparados , las manos que curan inexplicablemente lo racional para la ciencia , el corazón que siente como Cristo durante su corta existencia. Todo se conjuga en una cara. La otra cara, la negra: la maquinaria más perversa jamás soñada por Dios, el rostro que ambiciona riquezas, vidas lujosas, viajes misteriosos y poder; el poder de subir  un escalón más alto en el Vaticano. Los ojos lujuriosos que deseaban el contacto con hombres y mujeres, la avidez de tocar un niño que fue dejado por sus padres con la absoluta confianza. Los señores feudales, amos y terratenientes, que arrojaban desperdicios de comida putrefacta a los pueblos hambrientos. El ser pobre era la cruz de la Iglesia en la Edad Media. Siendo pobre se conseguía la salvación. Las manos asesinas de la Santa Inquisición, manos que aplicaron las más descabelladas y aberrantes torturas contra aquellos hombres y mujeres que no pensaban igual a la iglesia, herejes de una ideología, creación de instrumentos que siglos después fueron utilizados por el ejército nazi para eliminar a millones de judíos. La iglesia castigaba la blasfemia: no estar de acuerdo con Dios, la virgen y los santos tenía una  resolución, la pena de muerte, acompañada previamente por mutilaciones de lenguas, azotes, prisión, destierro, galeras, quita de bienes, etc. Se castigaba la bigamia, el divorcio en nuestros tiempos modernos. Los herejes, recibían cien azotes y todo tipo de humillaciones morales, luego eran enviados a las galeras. Se castigaba las supersticiones: la brujería, adivinación, los pecados “nefandos”, la falsa celebración, matrimonios de los religiosos, delitos contra el Santo Oficio, etc. Todos estos costumbrismos se dilapidaban con la tortura en toda su dimensión. La cuerda: se sujetaba al pecador en una mesa y luego de dar vueltas una soga en manos y piernas, se producía un estiramiento, produciendo dolores abyectos. Arrojar agua sobre la victima y que la misma no pudiera respirar. El garrote que se cansaba de moler al detenido. Y por último el peor de todos, la quema en la hoguera ante todo el público que bramaba como en un teatro. La iglesia era y fue dama de compañía de golpes militares, los avalaba sin remordimiento. Madres desesperadas buscando a sus hijos desaparecidos y respuestas soberbias e indiferentes. Montoneros, guerrilleros, militares. ¿Acaso no somos todos hijos de Dios? Pero la iglesia practicaba la adopción de ciertos hijos. Dentro de tanta miseria estaban los curas tercer mundistas, los misioneros jesuitas en épocas de masacre colonizadora. Y yo ¿en que parte del rostro me encontraba? Por momentos me sentía hijo de los dos rostros. El acostarme con la secretaria del obispo, no me provocaba ningún remordimiento, cada día lo disfrutaba más. Si bien estoy en contra de la castidad, soy responsable de un juramento. Les inculco a los niños la virginidad, que las relaciones sexuales solo son por amor, ¿qué era lo mío entonces? Mi vida social no es la de un carpintero. Dentro del seminario, disfruto de los mejores lujos. Y ahí estaba yo, quejándome que los políticos solo piensan en ellos y sus figuras decorativas solo buscan votos a cambio de un poder eterno, ¿cuán distinto soy? No le robo un centavo a nadie, pero es suficiente confesar a un pobre diablo. Quién soy para absolver a un desdichado que se arrepiente de sus pecados.

Dos cosas sucedieron  en el último tiempo. Una tal vez frugal, la otra diría embarazosa. La primera fue leer “El pozo y el péndulo” de Edgar Alan Poe. La descripción aterradora del hombre en la oscuridad, esperando la muerte por la Inquisición. La otra el convencimiento del obispo a que dejara todo para seguir mi carrera en Roma.

 -¿Y los pobres, pregunté?

 – Otros lo harán por vos, no te podés perder esta oportunidad, es una beca por tus excelentes promedios…

¿Y los pobres? Me negué, no quise. Quería ser sacerdote para ayudarlos. En mis imperfecciones, errores y mentiras era lo que siempre me había interesado. El problema de la pobreza y la exclusión. Esa era mi otra cara. La de entrar a una villa de emergencia y ser uno de ellos. Golpear las puertas de ricos, empresarios, y políticos para que a los niños no les faltara alimento. Y el obispo mi guía, la persona en que más confía, me separaba del camino. ¿Qué me queda? Mi no castidad, mi vida burguesa. Fue el enojo del obispo que desestabilizó mi idea de ser un apóstol de Cristo. No podía entender que justo él me cuestionara mi determinación. ¿Y toda la teoría en el seminario? Solo era teoría, sí solo palabras para llenar un estupido examen.

Con todo esto sigo marchando. Con mis dudas y debilidades, sabiendo que no soy el peor del mundo,  sin justificar mí accionar. Me falta la última prueba para ser ordenado.  Ahora estoy en el cotolengo con los enjaulados.

¿Pero lo hago para lavar mis culpas o porque siento ayudar a esos pobres locos? Las dos caras habitan en mi cuerpo.

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CAPITULO 6

Al observar la lista de los internados mi mente se transportó  a una retrospección funesta. Recordé  a Tomás de Torquemada y su participación en la Santa Inquisición, los crímenes cometidos en nombre de Dios por la Iglesia Católica española. Si bien, aquí no quemaban a las personas, las torturas físicas y psicológicas eran similares. La Edad Media se resistía a ser un recuerdo histórico.

 Mi contacto no fue solo con los enjaulados. Visité otros pabellones, en los cuales vi a personas deformes, monstruosas. Vivian en absoluta soledad y  todos eran abandonados por sus familiares, nadie preguntaba por ellos. Me impresionó un pequeño de diez años, con un solo ojo y una cabeza cúbica de diámetros excesivos. Estaba sentado en un piso mugriento, encadenado de pies y manos y esperando…

El hombre, la mujer,  se levantan cada mañana, y por más miserable que sientan sus vidas, no pierden las esperanzas al cambio, a pesar de sentirse vencidos.  El pequeño vivía destinado a  navegar entre las sombras,  su mente no experimentaba sueños, era un cadáver que respiraba. Mis conjeturas realistas tal vez fueran desacertadas al no saber con exactitud el laberinto psíquico de estas personas, y no descartaba que  los normales fuéramos los locos. Pero la realidad era una sola y la teoría del positivismo se aplicaba a esta situación inmodificable.

La lista era de cincuenta y cuatro internados: al lado de sus nombres y apellidos, entre paréntesis, figuraban los números marcados en sus cueros cabelludos. El primer número que me intrigó fue el del hombre de la habitación, su nombre era José Salich,  y su número era el siete. Él, ni siquiera sabría su nombre, al igual que sus compañeros. Al nacer  nos estampan con nombres para no ser tratados como cosas, ¿de qué les servía a ellos?  Con desgano el padre Raúl me confirmó lo dicho por el enfermero: los números de los enjaulados  pertenecían a sus cuerpos.  No descartaba que fueran tatuados en otros internados, y hasta lo creí lógico. La total indiferencia del padre Raúl, su desidia, me quitaron las ganas de preguntarle si el obispado conocía de los números. No era normal lo que ocurría, sin embargo el padre Raúl todo lo confinaba a una mera coincidencia.

 De lo que si estaba seguro es que eran inofensivos, José me lo aseguraba y si aullaban y se arrancaban sus ropas, o comían cualquier objeto o su misma mierda, era un problema patológico, que yo no podía resolver. No sé de dónde surgieron mis ganas, desde el momento que José me miró y me acarició con ternura  entendí que era un hermano más. De la nada pasé del asco, del asco pasé a la comprensión. Era la primera vez que sentía algo genuino por el otro. Dejé la lista y me dirigí a la jaula. Ahí estaban ellos como siempre y los enfermeros burlándose de sus condiciones, azotándolos cuando se escapaban. Le pedí a un auxiliar un balde con agua, jabón de glicerina y una esponja, se asombraron ante mi pedido.

– Necesitan limpieza, para eso vine, abran la jaula.

– Pero usted está loco al querer entrar a esa inmundicia, ¿para qué tenemos las mangueras a presión?

– Ya vi como los higienizan, ¿usted cree qué esa es la manera de lavar a un enfermo mental?

– Pero padre, estos no son como los otros, son bestias del demonio…

– Haga lo que le pido y abra ya la jaula.

Me trajeron lo pedido y con sorna, mascullaban entre dientes, sobre mi actitud de inmolarme. Todos gritaban en la celda. Al abrir la reja, debo admitir que sentí miedo, y malestar por los olores nauseabundos. Ningún internado se me acerco y yo estaba como en trance. Apoye el balde en el piso,  metí la esponja y el jabón  y me acerqué a uno de ellos. Era el 10125. Comencé a limpiarle sus piernas mugrientas, lastimadas. Los demás seguían gritando. Luego limpié sus partes intimas, su torso y su cabeza. Al terminar con él, seguí con otro y otro, exigía a los enfermeros más baldes, más agua, más jabón. Al terminar de lavarlos, comenzaban con su comportamiento habitual. Ordené que me dieran un lampazo, desinfectante y lavé los pisos. No duraría mucho, pero era un primer paso. José se colgó de la reja y comenzó a gritar, todos lo imitaron. Estaba extenuado, ya no era la misma persona, me desconocía. Les arrojé en la cara  los elementos de limpieza a los enfermeros,  nadie se limitó a decir nada. Me encerré en mi habitación y me arrojé en la cama, tomé mi crucifijo, lo besé como nunca ante los había hecho y le pedí perdón a Dios. No sé cuánto tiempo pasé llorando como un niño, me sentí muy pequeño.

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CAPITULO 5

Caminé desorientado a mi habitación, pero decidí no entrar, fui directo al pabellón. Los auxiliares no mostraron resistencia alguna a mi inesperada presencia. El olor pestilente otra vez me envolvía de manera repulsiva. Ahí estaban ellos, gritando, saltando como monos en un zoológico. Los guardias les pegaban en sus manos aferradas a las rejas para aquietarlos. Me acerque a la jaula y vi las condiciones repugnantes en que vivían. El hombre que se escapó y apareció en mi habitación se ubicaba en el centro de la jaula. Si retrocedía, el resto de los internados hacían lo mismo. Al saltar, todos lo emulaban. Su comportamiento inconsciente lo convertía en un líder entre las bestias. Fijé la mirada en la suya tratando que se acordara de mí, pero fue en vano. Vi el número siete en su cuero cabelludo y el de sus compañeros. Eran cifras de hasta 5 dígitos: los números 725, 1144,11456, 254… No había correlatividad y no entendía la lógica del instituto al decidir sellarlos con números. El padre Raúl lo negaba y los auxiliares también.

Me acerqué a un auxiliar, preguntándole el sentido de los números.

– Discúlpeme, ¿por qué los marcan de esa manera?, además no entiendo el orden, la numeración varia del 7 al 11000.

El auxiliar se asombró por la pregunta y sintiéndose molesto me contestó a los gritos.

– ¿Y a usted quién carajo le dijo que nosotros los marcamos? Ya basta con eso de los números…

– Primero cálmese, que yo no estoy en esa jaula y respóndame lo que le pregunto.

No le gustó mi actitud, sin embargo se tranquilizó, se dio cuenta que debía respetarme sino quería tener problemas con su empleo y la iglesia.

-Cuando los pelamos por desinfección aparecen números en cada uno de ellos, no le digo que son bestias, hijos de Satán, es como la profecía apocalíptica, diga que no tenemos al loco 666.

Asombrado ante la respuesta del auxiliar volví a insistir sobre el tatuaje de las cifras.

– Le digo que no, los pelamos por los piojos, los números vienen con ellos.

– Dígame, dónde puedo conseguir un listado con los nombres de estas personas.

– El padre Raúl, él tiene todo, nosotros no sabemos cómo se llaman.

Me encaminé a la oficina del sacerdote. Los gritos seguían, se perpetuaban en mi cabeza.

 

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CAPITULO 4  

 En la oscuridad podía discernir el hedor de todo su cuerpo. Comencé a retroceder con sigilo a través de pequeños pasos. Mi espalda fue paralizada por una de las cuatro paredes.  La bestia jadeaba. Es inexplicable el terror que produce la oscuridad y ante estas circunstancias. Estaba a mi lado, lo podía sentir. Unas manos ásperas comenzaron  a tocar mi rostro. Yo no respiraba. Esperaba la milagrosa entrada de los auxiliares y que se encendiera la maldita iluminación del lugar. Respiraba sin cesar y con las yemas de sus dedos, recorría toda mi cara, examinado con cierta precisión algo que no quería, ni me interesaba deducir. Exhalaba un aliento putrefacto y no gritaba como sus compañeros de celda. De repente las sirenas volvieron a chillar, al igual que los gritos de los auxiliares, la luz había cobrado vida.

– Falta una bestia, busquen por todos lados, fíjense en todos los pabellones, no se puede escapar.

Al mirarlo a sus ojos vi cierto aprecio en su mirada que no lograba entender. Me acariciaba la cabeza con absoluta. Era ternura. Su desnudez me incomodaba, pero no le temía, el comportamiento de los locos era similar a los niños de cinco años; se arrancaban sus ropas para devorársela,  pero nunca se atacaban entre ellos sexualmente. Eran chiquillos, sí, bestias vírgenes. En el momento que examinaba mi rostro, algo asombroso se produjo,  me animé a tomarle sus manos y llevarlo  hasta la cama. No se resistió y se quedó sentado frente a mí. Pude ver magulladuras  en su cuerpo, golpes y cicatrices. Sería un hombre joven, no mayor de treinta años. No tenia cabello, al igual que los demás. Al revisar su cabeza y mantenerlo calmo, observé que tenía tatuada una cifra en el cuero cabelludo, era el número siete. Era su identificación para distinguirlo del resto. Intenté hablarle, pero fue imposible, era comunicarse con un animal. Ni siquiera eso, un perro obedece las órdenes de su amo al reconocer su voz. El número en su cuero cabelludo parecía estar sellado con fuego al igual que las marcas de las vacas en los mataderos. Un fuerte golpe derribó la puerta principal y cuatro enfermeros auxiliares entraron con violencia. Uno de ellos me apartó del enfermo mental y los otros tres lo sujetaron por el cuello. Lo tiraron al piso y comenzaron a golpearlo con sus bastones. Uno de ellos disfrutaba al hacerlo y reía como una  hiena. Le pegaba patadas en sus costillas. El hombre seguía mirándome con ternura desde el piso.

– Ya basta animales, por qué lo tratan así, no me hizo nada.

No me escuchaban, solo aumentaban sus golpes en la cabeza y testículos.

 Basta bestias,  cómo pueden tratarlo así, ¿dónde está el padre Raúl?

– Tranquilo padre, si no entrábamos, vaya saber lo que pasaría con usted, no se me enoje.

– Quiero ver al padre Raúl, estas no son maneras de tratar a un internado, ¡ya suéltelo del cuello!

Uno de los enfermeros me acompañó hasta el despacho del viejo cura. Al ladear mi cabeza, vi como arrastraban al loco del número siete. Seguían pegándole. En ese momento, no sé la razón,  tuve vergüenza de mi existencia. El padre Raúl me atendió con una sonrisa comediante y el auxiliar desapareció con fugacidad.

– Sixto espero que sepas disculpar lo ocurrido, es normal. Dos por tres, se nos escapan por la culpa de algún estúpido que no echa llaves a la jaula. ¿Vos estas bien?

– Yo estoy algo asustado,  los que no están bien son los enfermeros, ¡están más locos que los internados!

– Sixto, son bestias, no queda otra alternativa.

– ¡Vi como lo trataban a uno de ellos!

– Insisto, si no actuamos con rigor, no nos respetan

– Padre, quiero un reporte urgente.

– Sixto, sos muy joven para entender ciertas cosas.

– No me está entendiendo, quiero un reporte de su personal y de los internados.

– ¿Te parece arrastrar problemas al obispo?, aparte tengo entendido que te ibas esta misma tarde.

-Acabo de cambiar de opinión, quiero… ayudar con la limpieza de los internados.

– Sixto no te parece…

-Y por favor que se terminen los maltratos,  quiero un informe.

– Sixto podés quedarte, pero el informe será en vano, no crees que el obispo esta interesado en otros asuntos, ¿qué le puede importar estos pobres dementes?

No sé si el animal era el loco o el padre Raúl, su insensibilidad llegó a un extremo de ironía y necedad.  Por primera vez quise  golpear a otra persona, pero no era un hombre de usar  métodos agresivos. Decidí pegar un portazo y  marcharme a la habitación. Antes de irme, le volví a recordar el informe.

– Padre Raúl, quiero un informe urgente

– Andá Sixto, calmate, estas un poco nervioso, te prometo que voy hablar con los enfermeros para que paren un poquito la mano.

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CAPITULO 3

Desperté aturdido con un fuerte dolor de cabeza  y sentí la sensación de un afiebrado. Me quemaba el cuerpo por fuera. Busqué a tientas  unos pañuelos en la mesa de luz y levantándome con debilidad, mojé los trapos, desplomándome en la cama para cubrir mi frente y  axilas. No pensé en una epidemia o virus, porque eran incontables los tratamientos y vacunas que recibí antes de llegar a éste lugar. Los gritos eran inmortales y ahora mis oídos advertían  alaridos nuevos,  más terribles y demenciales que los primeros. Eran los gritos de los enfermeros auxiliares,  una mezcla de aullidos abusivos  con carcajadas de asesinos.

– Malditos monos, basta ya, comemierdas, acá tienen, ustedes se los buscaron.

-Ratas deberían matarlos a todos, no entiendo porque el estado los mantiene, tomen caníbales, sufran bestias del demonio.

 Las palabras  se extendían con sus risas, y escuchaba el sonido de golpes secos, tal vez efectuados con bastones o varas, no podía discernirlo. Los dementes parecían enfurecerse  más,  ante el ataque de los enfermeros y acrecentaban sus gritos. Miré mi valija y comencé  a guardar toda mi ropa desornada, en un minuto todo estaba adentro.  Solo quedaba mi biblia, el cáliz y algunas pequeñeces en la mesa de luz.

– Cerdos les voy a romper los cráneos a todos, ojalá existiera la Santa Inquisición, ustedes deberían ser quemados en las hogueras, tomen bestias.

La luz de mi habitación se apagó mientras ordenaba la cama. Una sirena comenzó a silbar en todo el establecimiento.  Los gritos se filtraban debajo de la puerta. Me asfixiaban esos lamentos. Busqué una vela, un encendedor, pero no encontraba nada.

– Malditos, quién fue el inútil que dejó la celda abierta, encuentren a esos monos y quiero a los responsables.

La sirena era enloquecedora, se escuchaban corridas, golpes y yo seguía sin ver, hasta que empecé a escuchar golpes detrás del ropero.  Querían derribar la puerta, eran ellos. Podía sentirlos.  No sabía si la traba de la puerta era muy segura para ser destruida. Con las pocas fuerzas que me quedaban  pedí auxilio. La puerta se quebró… empujaban  el ropero, pero yo solo no podría sostener la presión y en cuestión de segundos tirarían todo abajo. No quería ser devorado.

– Por favor auxilio, que alguien me ayude, ya no puedo retener el ropero.

Mis gritos fueron en vano, nadie se acercaba. Además de empujar, eran repulsivos al  respirar, parecían estar disfrutando el próximo manjar. Sabía que comían de todo, menos carne humana, pero siempre había una primera vez. Cansado, caí al piso y solo me consagré a rezar; a suplicar a Dios por no entender  cómo  me complicaba mí fe cada segundo de mi existencia. ¿Cuál era la función de estos hombres en esta vida? Para qué traerlos a la tierra, si  se comportaban como animales salvajes. No entendía  la creación y la utilidad  de estos seres, solo estaban para molestar y ser tratados como bestias.

 La sirena calló y los golpes en la puerta también, todo parecía volver a la normalidad. Con lentitud me levanté y escudriñé la cama. La luz no volvía. Recordé que al llegar, había visto en el baño un botiquín con velas y fósforos. Llevándome todo por delante llegué al baño y encendí la vela. Al ver mi rostro en el espejo del baño, me sentí mucho más viejo. Tenía miedo y sentía frió en todo mi cuerpo. Me dirigí a la cama y sentado en ella estaba uno de ellos, solo, observándome. Su cara era de odio,  largaba espuma por su boca y estaba completamente desnudo. Mis manos trémulas hicieron que la vela cayera al piso, apagándose el fuego. La oscuridad fue infinita. Solo escuché la respiración fétida de la bestia. Sentí que se levantó de la cama, sentí sus pasos cada vez más cerca de mí.

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Capitulo 2

 De pequeño, absorbí con avidez todo lo pertinente a la iglesia católica y  no me imaginaba  con una familia, niños,  perros y un auto. Por el contrario, jugaba con mis amigos a celebrar misas en el comedor de la casa de mis padres. Siempre conseguía atuendos oscuros y recortaba  papeles, formando el cuellito blanco y pidiéndole a mi madre que me lo sujetara a la camisa. Los alfajores simulaban ser hostias y la copa del mundial del setenta y ocho era el cáliz  atiborrado de sangre de coca cola.

 Quería ayudar a los pobres y enfermos, no me importaba cómo ni cuántos podían ser, estaba seguro de mi voto de pobreza y castidad, aunque dos estos últimos, sabía que solo algunos colegas los cumplían. Claro que me sentía un hipócrita, al aconsejar a los jóvenes la virginidad hasta el matrimonio,  luego de hacer el amor con la secretaria del obispo. En cuanto a mi hospedaje no era un sitio humilde. Si debo admitir que la gente carenciada era mi debilidad y trabajaba con perseverancia por ellos. Solo me faltaba la última prueba en el seminario, (cuidar de los enfermos mentales en el Cotolengo).  El rector  del seminario nos dio la opción de hacer la residencia en una villa de emergencia o la asistencia sanitaria en un  Cotolengo, no lo dudé y de los veinte seminaristas fui el único en aceptar. Me intrigaba ese mundo casi inexplorado por los seres normales. Estaba dispuesto a entregarme en nombre de Cristo por esa gente y no temía en fallar, ni sentir repulsión hacia ellos.  En las villas, experimenté los casos de bajezas más crueles que el ser humano pueda imaginar: hambre, desnutrición, golpes a menores, abusos sexuales, trato con delincuentes que mataban por centavos. El Cotolengo  era distinto para mí, con mis defectos y pecados, estaba dispuesto a entregarlo todo. Era hora de ordenarme como sacerdote y dejar a la secretaria, lo de vivir en una casa humilde estaba por verse.

El padre Raúl me recibió cordialmente y me ayudó con mis maletas a cruzar un largo y estrecho camino hasta la que sería mi habitación. Los gritos se agudizaban detrás de los muros. El aire estaba viciado de un olor hediondo, casi irrespirable, y el  ambiente era  una atmosfera execrable.

– Sixto, el obispo me ha hablado muy bien de usted, sé que es el único que ha elegido cuidar a estos salvajes. Sinceramente lo felicito, yo hace meses que no entro al pabellón y la situación es insostenible, mi estómago ya no está para soportar determinadas visiones.

– Padre Raúl gracias por lo dicho , tengo entendido que la situación es difícil ,  creo poder superarla y le mentiría si le dijera que esos gritos enajenados  no me perturban un poco , pero creo que podré cumplir con la misión y ordenarme lo antes posible.

– Claro que sí Sixto, los auxiliares están a tu disposición y en lo que respecta a preguntas teóricas y administrativas, yo estaré en el despacho siempre.

– Gracias Padre Raúl es usted muy amable.

Llegamos a la puerta de mi habitación, luego de atravesar un patio de caminantes sin rumbos, enfermos mentales que pedían cigarrillos, hablaban con los árboles, lloraban, y reían sin sentido. Los enfermeros auxiliares levantaron amistosamente sus manos dándome la bienvenida. La habitación era muy humilde, una cama, una mesa de luz, un pequeño ropero y una mesa arreglada para rezar mis oraciones. Un cristo de plata colgaba de la pared, arriba de la cabecera de la cama. El Padre Raúl me ayudó a ordenar mis pertenencias y me acompañó a presentarme a los auxiliares, encargados de los intratables salvajes, como terminaba de denominarlos  el viejo cura.

Al volver a la habitación, sentí  los gritos  detrás  de una de las paredes y en ningún momento dejaron de apaciguar. Mientras acomodaba mis ropas, los gritos aumentaban más y por un momento me desconcerté y le pregunté al padre si todo el tiempo era así.

– Sixto, las 24:00 horas del días los salvajes aúllan, ahora deben tener hambre, seguramente te huelen, sienten una nueva presencia.

 Sonreí de compromiso, entendiendo que el padre Raúl exageraba la situación y trataba de asustarme.

– Yo no me reiría Sixto, saben de tu presencia, si abrís esa puerta, te encontrarás con ellos.

¿Qué puerta padre?

Me pidió que lo ayudara a correr el ropero, al hacerlo una puerta de madera antigua con una traba, apareció ante mí.

– Por qué el ropero Padre, para qué cubren la puerta.

-Es que detrás de esa puerta están ellos y suelen escaparse, no creo que quieras saber  lo que puede pasar si entran.

– Padre, solo son enfermos psiquiátricos y tengo entendido que sus mentes  se asemejan a la de unos niños, no podrían dañarme.

– No estoy seguro, tendría cuidado con su bocas, todo lo tragan, todo lo devoran y hasta se tragan su propio excremento, comen su propia mierda.

-¡Padre ya basta!

– No lo cree, pues entonces vamos a conocerlos.

Extrajo dos llaves del bolsillo de su pantalón, una se la quedaría él y la otra sería para mí. Al abrir la puerta del pabellón, un olor pestilente fue una ráfaga nauseabunda que me atormentó y me provocó nauseas. En una jaula de hierro,  cincuenta hombres aullaban como lobos y se comportaban como monos. Todos estaban desnudos y eran salvajes, seres sin control. Un pequeño grupito comenzaba a comer el excremento del piso. Luego de vomitar caí desmayado golpeando mi cabeza contra el piso. No sé quién me llevó a mi habitación. Uno de los auxiliares me comentó que estiraban sus manos, en busca de mi vomito. Los gritos no cesaban y sentí miedo.  Al recuperarme juntaría mis pertenencias y volvería al seminario, no podría con ellos, jamás había visto algo semejante.

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 NUMEROS ENJAULADOS

Queridos amigos y amigas: Números enjaulados nació como un cuento y se convirtió en algo más extenso. Tampoco es una novela tradicional, en fin , saquen sus propias conclusiones. Voy subiendo por capítulos , así no es algo denso para ustedes. Muchas gracias

Dibujo: Lucas Montedonico

 Capítulo 1

 El chofer del obispado se desorientó al preferir la calle de tierra y ver que los caminos se trasformaban en diagonales sin señalización.   El espejo retrovisor  reflejaba su rostro sudoroso y sus ojos agrandándose de asombro. Para disimular comenzó a canturrear algo sin sentido,  demostrando que no sentía miedo.

– Padre Sixto yo no sé usted, pero qué le parece si pegamos la vuelta, mire lo que es éste barrio, mire esas casas, esa gente, cómo nos miran, en cualquier momento se nos tiran encima y nos despellejan.

– Norberto por qué no se calma, paremos en algún lugar y le preguntamos a alguien, y ya le dije mil veces que no me llame padre, dígame Sixto, todavía me faltan algunos meses para ordenarme.

– Padre usted es demasiado humilde, por eso me dice eso, pero diga si hace falta venir hasta acá. Usted disculpe, pero yo no abro la ventanilla ni mamado, ya le dije que nos van a afanar.

– Norberto soy Sixto y frená  en la esquina que le pregunto al hombre que está arriba de la bicicleta.

– Justo a ese padre, son las diez de la mañana y esta tomando una cerveza, ¿no le quiere preguntar a otro?

– Norberto esto no es el infierno, es la pobreza de todos los días, gracias al presidente que usted votó,  frene que le pregunto.

El chofer a pesar de su paranoia, tenía algo de razón con respecto al lugar. Buenos Aires se había convertido  en un laberinto de villas miserias, donde el hambre y la muerte se buscaban entre si  y la salida era inexistente  .La gente solo sobrevivía. Bajé la ventanilla y  miré al hombre que tomaba cerveza sentado en su bicicleta, quise preguntarle desde el auto, pero no creí que estuviera en condiciones de entenderme, así que decidí bajar.

– Padre, ¿qué se piensa? que por tener el cuellito, también tiene alas como los ángeles, súbase al auto que nos matan.

– Baje la voz Norberto, porque yo lo voy a matar a usted.

– Padre…

– No soy padre, ya vengo.

El hombre al darse cuenta que me acercaba dejó de beber. Se limpió la boca con la manga  de su campera y eructó como un cerdo. Otros dos hombres aparecieron de la nada y se inmovilizaron a su lado. En ese instante sentí que Norberto tenía razón, y aún más, al tocar la bocina, haciéndome una seña para que nos fuéramos.

– Disculpe, con mi amigo andamos medios perdidos, ustedes serian tan amables de decirme cómo llegar al Cotolengo.

Los tres se miraron con extrañeza. El hombre  que le hice la pregunta, le pasó la cerveza a unos de sus compañeros.

– Perdón padrecito, pero usted está loco o lo volvieron loco.

Reí con amabilidad  y suspiré relajado ya que no habría problemas.

– ¿Por qué lo dice buen hombre?

– Es que en ese lugar hay monstruos,  deformes, con cabezotas así de grandes, gente con un solo ojo, yo no sé  a qué va.

– Asistencia, a lavarlos, a estar un tiempo con ellos.

– Dios lo bendiga, pero yo no iría.

– No se preocupe, varios amigos han ido y nunca les ha ocurrido nada.

Esto último era una gran mentira,  yo era el primero en volver a un Cotolengo en mucho tiempo.

– Mire padre, si quiere y no me caigo del pedo que tengo, me pueden seguir con el auto, yo voy adelante con la bicicleta, eso si téngame paciencia.

– Pero por favor no se moleste, solo dígame dónde es.

– Imposible, acá uno entra y se pierde y lo pierden, su amigo no se equivoca al tocar bocina y querer rajarse, vengan conmigo que nadie se les va acercar, llegando al cotolengo hay unos nenes muy peligrosos.

– ¡No sabe cuánto le agradezco, es muy amable!

– ¿Quiere un trago padre?

– No gracias, es muy temprano para mí, ¿le parece si vamos?

Saqué del bolsillo algo de dinero y se lo entregué, me lo agradecieron los tres.

– ¡Compren otra que ya vengo!, vamos padrecito.

En el trayecto Norberto repetía  que era una emboscada, y que al llegar, el hombre de la bicicleta llamaría a otros delincuentes y nos matarían. En ese momento pensé en bajar del auto y seguir caminando, pero llevaba demasiado peso  para perseguir a un hombre en bicicleta. Llegamos y divisé al padre Raúl que me estaba esperando. Norberto me ayudó a bajar el equipaje y otra vez le agradecí a nuestro guía. Se abrieron dos puertas inmensas y desde la entrada comenzaron a escucharse gritos despiadados, casi salvajes.

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